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La queja, el poder y el conflicto.

La queja, el poder y el conflicto.

Mis padres, mis tíos y tías, las monjas, los profesores e incluso algunos clientes, se han molestado conmigo por estar en desacuerdo con ellos y expresarlo abiertamente. En República Dominicana la confrontación es una imprudencia intolerable. Resulta paradójico que en un país lleno de quejas y pequeños enfrentamientos entre extraños, el desacuerdo entre individuos afiliados sea considerado una violación de protocolo. La paradoja coincide además con el clasismo sistémico y transversal, que en mayor o menor grado contamina todas las interacciones entre ciudadanos, enmarcando la disidencia entre personas de la misma clase como indiscreción, pero cuando el cuestionamiento viene desde otra clase o posición jerárquica menor, como una irreverencia imperdonable.

Aunque las redes sociales han amplificado la corriente de quejas, ataques y defensas, estas se producen entre oponentes ideológicos, extraños o personas sin afiliación, y desde la distancia y el anonimato digital. La queja es la demostración de la insatisfacción, no la oposición a las ideas.

Gran parte del liderazgo dominicano, incluyendo algunos de los más prominentes empresarios y líderes políticos, entienden el desacuerdo como equivalente a la deslealtad. Mientras más cerca del poder existe esta creencia, más amplias e influyentes son sus consecuencias. Incluso desde la inconsciencia o las buenas intenciones, aislarse de la confrontación promoverá la necesidad de la mentira en los que acompañan al líder. Desechar el conflicto es sacrificar la verdad a los pies de la conveniencia. Los líderes que se rodean de un sistema de auto-validación y reverencia terminan encerrados en cápsulas impermeables a la opinión honesta, en donde lo controversial y lo imprudente quedan absolutamente prohibidos y la lealtad, poco a poco transformada en complicidad. En el momento que los allegados no tienen espacio para disentir ni cuestionar y nadie se atreve a señalar emperadores desnudos, comienza el desmoronamiento y la desconexión. Es inevitable.

Desechar el conflicto es también desechar las dinámicas que lo producen y los beneficios que genera. El poder democrático consiste precisamente en saber navegar estas interacciones con destreza, no en censurarlas. Después de todo, la innovación nace de la irreverencia.

Imaginemos el poder político como una carpa de circo sostenida por un mástil central que aguanta la tela. La misma es tensada por una serie de cabos anclados alrededor que halan hacia afuera con fuerzas similares y la mantienen estable. El poder es esa tela y el gobierno es el mástil que sostiene el sistema. Los demás poderes; oposición, sociedad civil, sindicatos, sector privado, poderes religiosos y económicos, son las fuerzas opuestas que mantienen la estructura. Si la columna es frágil, se rompe. Si alguno de los poderes perimetrales es muy superior a los demás o si la columna decidiese ceder en una dirección, la carpa colapsa. La estabilidad solo existe cuando todos participan y cuando se sabe administrar la intensidad y el flujo del poder.

La política no es más limpia ni más sucia que las sociedades que las producen. Los políticos no son ni tan buenos como se creen ni tan malos como la gente los percibe, y seguir alimentando el rechazo a la clase política y reemplazando el desacuerdo serio con tácticas de guerra, nos acerca cada día a la amenaza más grave que enfrentamos en la región: el auge de la anti-política. Desde ahí, nacen los totalitarismos.

Un gobierno democrático ciertamente no es el que siempre se impone pero tampoco es el que obedece ciegamente a la opinión pública. Actualmente parecería haber una confusión entre “garantizar los derechos de todos” y “satisfacer los intereses de todos”. Esta no es una separación exclusivamente semántica, sino que filosófica y éticamente guía las decisiones y altera la estructura de las instituciones. La gestión política es desacuerdo y negociación. La anti- política es imposición o sumisión. El conflicto honesto y constructivo mantiene a las naciones en constante evolución y evita reducir la democracia a un mecanismo para mover el poder entre ganadores y perdedores.

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